El otro Duarte
>> 12 de octubre de 2017
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J.P.D. dibujo de Roberto Polanco |
Por eso, con tan solo invocar
el nombre del patricio se entra en una teoría de la dominicanidad. Nada
más y esbozar su imagen y de inmediato iniciamos una peregrinación que
nos arroja sobre la consiguiente resignación apática respecto del
sacrificio y la vida consagrada de su símbolo. No hay en el continente un héroe como él, cuya
debilidad es su fuerza, cuya prístina visión de lo que seríamos nunca
se doblegó. Y eso que nuestra accidentada historia cuenta con numerosos
prohombres que alguna vez dudaron que ése conglomerado humano podría
haber llegado a constituirse en una nación.
¿Por qué es sobre las grises viñetas de
la vida de este hombre que se levanta la Patria? ¿Quiénes tejieron el
esfumato humano que describe su cólera?
¿Allí, donde el martirio sustituye al
acto, el azar al destino, los lúgubres graznidos del desconsuelo al
entusiasmo alborozado de soñar un país, no había, acaso, un hombre
condolido, un ser humano concreto, descojonado sobre el dolor?
Para los hombres de mi generación, Juan
Pablo Duarte es un lampo, y debió haber sido un trueno. Es un quejido y
debió haber sido un portazo estentóreo. Es casi una lágrima, y debió
haber sido una llama.
El Duarte de nuestras travesías ha sido
etéreo, confesional y marcado por la tragedia. Casi sin epopeya, se
sostiene de un soplo. En los primeros años de mi acercamiento personal a
su figura, dos libros eran los referentes obligatorios para estudiar su
vida: “El Cristo de la libertad”, de Joaquín Balaguer, y “Episodios
duartianos”, de Pedro Troncoso Sánchez. En ambos libros Duarte se
emparienta con la divinidad, y no responde a la condición humana,
rebrillando su martirologio sin condescender a las dimensiones del
hombre y la mujer humanamente situados en el escenario de la historia.
En “El
Cristo de la libertad”, la metáfora crucifica al sujeto histórico. En
la cultura judeo cristiana, Cristo es siempre un significante que remite
a otro significante. Su invocación es la recuperación de un
martirologio que le era predestinado. Su drama estaba ahí, marcado en el
designio sagrado y le era personalmente infranqueable. El Duarte que
enarbola la metáfora de Cristo está cogido en los engranajes de un
designio, del cual le será imposible escapar. No es un drama histórico
lo que vive, son lanzazos de un martirio divino que le era preexistente
los que rodean su vida. Y él los padece a las mil maravillas, con poses
frías, resignado, sin apostrofar a la historia misma que lo desgarra…
Los “Episodios duartianos”, de Troncoso
Sánchez, equivalen a las estaciones de las caídas de Cristo, y el
personaje se trenza a un desenlace preconcebido. La historia no es allí
un escenario de confrontación, sino la escenografía de un martirio.
Aquel jovencito angélico, que tiembla de ira con sus puñitos rosados
cerrados con fuerza cuando le dicen haitiano en el barco que lo conduce a
Europa, es una estampa celeste, y no la arboladura de un futuro
conspirador. Su pasión no es la impotencia que teje el desconsuelo de la
ausencia de libertad, sino la carga lastimera de una vida
particularmente empinada sobre la desgracia.
Duarte es más el fulgor de una idea que
la ausencia de un acto. El cemento con el cual se une nuestra aventura
espiritual es la idea tensada de la viabilidad de la Nación Dominicana,
que bajo ninguna circunstancia flaqueó en su espíritu. Santana, en
cambio, es la acción pura por la vertebración de un ideal, que entrega
rendido unos años después. Duarte jamás titubeó con respecto de nuestro
destino como Nación.
Hay otro Duarte que quizás hoy nos sea
necesario. Un Duarte que se nos ha escamoteado. Un Duarte de carne y
hueso. Que se sacuda el polvo del pantalón y diga: ¡coño nos han
engañado! Un Duarte maldiciente, humanamente colocado en la historia. Un
Duarte paradigma de honradez en un momento de
la Patria en que los ladrones han desfalcado el erario, un Duarte
indignado por la supremacía del cinismo y la anomia de las
instituciones, un Duarte conmovido por la inequidad que impera en la
Patria que él soñó, un Duarte que le dé asco el Senado de la República y la Cámara de diputados que no son más que almacenes de cazadores
de fortunas ajenos al bien común. Un Duarte encrespado, rebusero,
ceñudo ante el espectáculo deprimente en que han convertido el país por
el cual él se desolló el pellejo. Un Duarte marmóreo, con cojones de
plomo ante la infamia.
Por Andrés L. Mateo
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