República Dominicana ¿Lo Tiene Todo?
>> 23 de julio de 2019
Por Jose Luis Taveras
Detrás de toda prueba se esconde una oportunidad. La reciente campaña negativa en contra del turismo dominicano propone dos lecciones atendibles: en primer lugar, revela la inconsistencia de una industria asociada a la paz social; y, en segundo, nos induce a repensar el modelo.
Detrás de toda prueba se esconde una oportunidad. La reciente campaña negativa en contra del turismo dominicano propone dos lecciones atendibles: en primer lugar, revela la inconsistencia de una industria asociada a la paz social; y, en segundo, nos induce a repensar el modelo.
Ninguna economía es sostenible cuando ata
su rendimiento a unos cuantos rubros. Sobre todo, tratándose, como
nuestro caso, de aportaciones derivadas de servicios. No tenemos una
plataforma productiva ni exportadora robusta. Nuestra dependencia del
turismo es de altísima sensibilidad. Cualquier contingencia, incidencia o
información inapropiada puede provocar la estampida de visitantes hacia
otros destinos. Esa circunstancia no solo nos obliga a mantener niveles
óptimos de inversión y mantenimiento de vías, seguridad, controles e
imagen sino a cuidar del clima de convivencia social y política.
Durante los primeros seis meses del año
pasado, las 74,000 habitaciones hoteleras del país registraron una
ocupación promedio de 82%, la más alta de la región. Se estima que para
este año el país contará con 98.000 disponibilidades, cerca de la mitad
de ellas en Punta Cana. La contribución directa e inducida de la
industria en el 2015 al Producto Interno Bruto superó los RD$500 mil
millones equivalente al 16% del PIB, y la participación directa en el
empleo fue superior a los 597 mil puestos de trabajo.
A pesar del crecimiento sostenido de la
oferta turística y de su impacto en la generación de empleos y divisas,
nuestra tasa de competitividad en el sector está muy baja. Según el
Índice de Competitividad de Viajes y Turismo de 2017, elaborado por el
Foro Económico Mundial, la República Dominicana quedó muy alejada de los
líderes de la región al ocupar la posición 76 del mundo y la 13 de los
20 países incluidos de la región de América Latina y el Caribe. A pesar
del eufórico optimismo que siempre ha alentado el auge de la industria,
todavía falta mucho por ver y hacer. Uno de los puntos más sensibles es
la revisión del modelo de desarrollo turístico y su impacto social en
las localidades de entorno, zonas ancestralmente deprimidas.
La industria turística, beneficiada de
generosos incentivos, no ha sido socialmente retributiva.
Es cierto que
mueve el empleo y las divisas, pero ese aporte no se concretiza de forma
relevante en la vida de las regiones bajo su influencia. Esa realidad
ha obligado a una oferta de servicios de “fortaleza” en la que la
estancia del visitante queda confinada entre las murallas de los resorts
sin enlaces vivenciales con las comunidades. Tender ese puente es
esencial para diversificar y hacer más competitiva la oferta, pero
supone grandes inversiones en seguridad, estructuras, limpieza y
tránsito de esas localidades.
Los gobiernos han hecho su aporte al
desarrollo de infraestructuras viales de los grandes polos, pero no han
podido evitar que muchas de esas comunidades se conviertan en
conglomerados que amenazan la estabilidad y, en algunos casos, la
sostenibilidad de las ofertas. Tampoco los ayuntamientos reciben los
ingresos necesarios para asumir esas ejecuciones. Es tiempo de repensar
la estrategia y animar las iniciativas asociadas entre el sector privado
con el gobierno central y el municipal. Nos es justo que esos pueblos
solo se beneficien del empleo, muchas veces muy bajos; se impone un
esfuerzo coordinado de todos los actores involucrados para que el
turista sepa que llegó al país y no a la vecina república de Punta Cana.
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