O esto cambia o nos j…
>> 1 de octubre de 2019
Por José Luis Taveras
La actual crisis del sistema ha perdido contenciones. Por más
exploraciones teóricas que hagamos, de lo que se trata es de valores.
Cuando la institucionalidad no cuenta con esos resortes, lo demás
deviene en secundario. Negar que afrontamos un rompimiento en los lazos
del sistema es el primer síntoma del problema. Nada es seguro cuando se
duda de todo y es ahí donde nos encontramos. Una comprensión ya cansada
que se revela en los detalles de nuestra convivencia rutinaria.
La gente compra convencida de que la garantía de lo que adquiere es
poema; que no basta un acto notarial para constatar un compromiso; que
un título de propiedad no es suficiente para decir “soy dueño”; que las
reglas de juego son distintas según la gente; que el mandato de una
sentencia es relativo; que reclamarle a la Administración pública es una
necedad; que la autoridad es la primera deudora y que el asombro dejó
de espantarnos. Esa es nuestra verdadera tragedia: sentirnos morir como
nación sin poder evitarlo, o, peor, tener la conciencia de nunca haber
sido.
Agregar más ejemplos sería martillar nuestras frustraciones, esas que
día a día tragamos sin más humedad que un maldito coño. Nos
acostumbraron tanto a la provisionalidad que se secaron nuestras raíces
en la espera, convencidos de que en cualquier momento podría suceder lo
presentido: ¡Nada! El resultado es una sociedad escéptica, amargada e
irritable. Terminamos vencidos por la impotencia y sin fe en lo que
hacemos por un sistema que no retribuye nuestros cumplimientos; que nos
niega el derecho a un presente distinto. Por eso todavía hay yolas para
Puerto Rico, un pasaje de ida y un pasaporte bochornoso listo para
cualquier atrevimiento… ¡a pesar del crecimiento! Vivimos como en un
país prestado, sin sentido de pertenencia y con el designio de la huida
en los puños.
A veces convienen esas rupturas para terminar de convencernos de que los modelos fracasados, como los que tenemos respirando, deben clausurar
Entiéndanlo, líderes: nuestras carencias son de confianza y seguridad
en lo que somos. La crisis no reside en lo que hacemos o tenemos. Hacer
y tener son medios para ser. Si no hay una comprensión racional de que
lo queremos como sociedad, no hay sentido de arraigo, conciencia de
nación ni construcción de futuro. Las grandes naciones han corrido de la
mano de planes que se les imponen a las administraciones. Son
instrumentos de diagnósticos y terapias; cartas de ruta para el
desarrollo. Hacer cosas es una solución remedial, pero no curativa. Es
como llenar el dispensario de medicinas para cualquier enfermedad.
No sé si apenarme o reírme cuando todavía escucho mercadear una
candidatura con base en una lista de lo “que hizo”. Las gestiones se
evalúan por resultados mesurables. Donde existe planificación y sentido
de desarrollo los balances de los gobiernos se consolidan y se ajustan a
esos planes. El éxito no es de cada administración de manera aislada
sino de los logros conjuntos de acuerdo a las metas previstas y a las
políticas de cumplimiento. Donde hay desarrollo institucional los
gobiernos pasan y quedan el Estado y la nación.
Por eso nuestro “desarrollo” no es tal, apenas llega a “progreso”. A
pesar del manejo indistinto de ambos conceptos, son nociones
diferenciadas: el progreso es riqueza material, el desarrollo es
bienestar de la gente; el progreso es una condición surgida, el
desarrollo es un estado conducido; el progreso es selectivo, el
desarrollo es inclusivo; el progreso es episódico, el desarrollo es
continuo; el progreso es coyuntural, el desarrollo es estructural; el
progreso destaca las diferencias sociales, el desarrollo las equilibra.
El mejor progreso es el que resulta del desarrollo, el peor desarrollo
es el que se queda en el progreso. Así, por ejemplo, un Palacio de
Justicia moderno y funcional es progreso; en cambio, una judicatura
competente, independiente y digna es desarrollo. Una ciudad llena de
torres es progreso, pero con un tránsito viable y un ambiente sostenible
es desarrollo. Aquí se gobierna para el progreso; no tenemos planes ni
estrategias de desarrollo.
Más que dirigentes, necesitamos acuerdos sociales sobre realidades
estructurales, inteligencias de planificación, mecanismos de diálogos
horizontales, actores comprometidos con el futuro. Otros líderes, otras
visiones, otras conducciones. Es posible que estemos lejos de esas
utopías, pero la realidad irá demostrando que sin ellas no podremos
sostenernos ni hablar de futuro. Si no resultan del consenso se
impondrán por mandato de las crisis y estas son como el agua: donde no
encuentra salida abre. A veces convienen esas rupturas para terminar de
convencernos de que los modelos fracasados, como los que tenemos
respirando, deben clausurar. Y este arquetipo solo se sostiene con las
fuerzas de los intereses, columnas muy frágiles para resistir las
enormes presiones sociales. Terminamos como empezamos: se trata de un sistema que entró en el colapso, sin causas
que lo legitimen ni valores que puedan oxigenarlo. Perdió confianza,
seguridad y credibilidad. O cambiamos o nos…
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